Brillaba azulenca la fuella de aquella inmisericorde
asesina de hombres en la mano del último Caballero de la Aurora. Sudoroso y exánime tras
tantas horas de lucha por su vida y por la fe, poco a poco sentía que las
fuerzas le fallaban, que pronto el mortal acero del enemigo le cercenaría el
gaznate, que las puertas del Cielo se le abrirían ese amanecer carmesí preñado
de sangre y muerte.
A su alrededor, un sinfín de cuerpos destripados,
desmembrados y desangrados cubría la tierra toda hasta donde la vista
alcanzaba. El humo del fuego consumiendo carne y veste se elevaba en el aire y
enturbiaba los cielos, emponzoñaba el oxígeno y hacía de Dorilea un infierno en
el mundo.
El Caballero de la Aurora lanzó una mirada
implorante al brumoso firmamento; la amarillenta bóveda celeste parecía reírse
de su infortunio. La espada resbaló de sus dedos y cayó al suelo, fangoso como
estaba de sangre y sudor. Su hoja se hundió en la tierra, entre los cadáveres
de quienes habían sido sus compañeros de Cruzada. Tomó el poco aliento que aún
le quedaba y, con voz brozna por el esfuerzo y el dolor, clamó su última
plegaria antes de ser degollado por un infiel turco:
—¡Dios de mis padres, acoge en tu seno a este
hijo tuyo, que humilde llega ante las puertas de tu Reino Celestial!
Y al igual que sus ancestros, los primeros Caballeros
de la Aurora,
el último guerrero retornó a la
Caverna de la gloriosa Tebaida, de donde nunca debió salir.
Un gran ojo de iris azulado y largas
pestañas negras hacía las veces de tragaluz en mitad del techo de la alcoba. En
la cama —una gigantesca cama de torneado cabecero de madera— dormía Agatha
entre mantas gruesas y gatos atigrados. El despertador de la mesilla, en forma
de calavera, comenzó a chillar de un modo impertinente y acusador.
Agatha abrió los ojos y miró hacia arriba.
El ojo-tragaluz pareció sonreír. Al poco se cerró, para no volver a abrirse hasta
el anochecer de aquel día. “Todas las mañanas la misma historia”, pensó Agatha,
sonriendo.
—Buenos días —musitó, estirándose
perezosamente; en medio de un bostezo largo y profundo salió de la cama, y el
frío mordiente de la habitación le arrancó los últimos vestigios de calor que
conservaba. El gastado suelo de madera chirrió bajo sus pies, como quejándose
de su peso.
—Agatha, hoy debes llevar un poco de sopa de
anchoas al profesor Mooplethingle, ¿no es así? —preguntó entre ronroneos uno de
los perezosos gatos. Agatha lo miró con gesto de fastidio.
—No me gusta ir al despacho de Mooplethingle
—refunfuñó—. Es angosto, y sucio, y huele mal, y tiene cosas muy raras, y
además las cabezas reducidas que tiene en la vidriera del fondo me odian.
¿Sabes que la semana pasada las pillé criticándome?
—No exageres —dijo el gato, saliendo de
entre las mantas y saltando torpemente de la cama—. No son tan chismosas.
—¿No? ¡Entonces ven conmigo y aguanta tú sus
impertinencias! —Cogió al animal en brazos y salió de la alcoba, aún descalza,
no por la puerta principal, sino por otra, situada junto a la cama—. Veremos si
son chismosas o no.
Apareció en un lóbrego pasillo con las
paredes cubiertas de tapices multicolores y el suelo lleno de hojas de parra.
“¡Qué mala suerte!”, se dijo Agatha, “¡Han vuelto
a nevar hojas del techo!”. Los techos de aquel castillo —el Castillo de los
Siete Lamentos, pero que todo el mundo llamaba, para
abreviar, el Castillo— solían tener la fea costumbre de dejar caer hojas secas
en ciertos momentos del año o, mayormente, en época de exámenes.
—¡No! —negó el gato, tratando de zafarse de
los brazos de su ama—. ¡Mooplethingle me hizo comer galletitas de bígaro la
última vez que me atreví a entrar en ese antro pestilente! ¡No, no y no!
—¡Vamos!
Al final del pasillo había otra puerta, aquella vez ovalada, estrecha, gastada,
pintada de verde esmeralda y con un cartel sencillo de letras doradas que
rezaba:
“PARA ABRIR, PULSE ALMOHADILLA. PARA CERRAR,
PULSE ESC”
Bajo el cartel había un único botón en forma
de pequeña almohada de color marfil. Agatha no dudó. Apretó la almohadilla con
el índice de la mano derecha y esperó a que el mecanismo interno de la puerta
se activase. En efecto, no pasaron ni cinco segundos cuando las tripas de la
puerta empezaron a chirriar. El mastodóntico picaporte broncíneo se giró con
lentitud y la puerta, después, cedió hacia afuera. Un rayo de sol cobrizo,
tamizado por las nubecillas finas en lontananza, penetró en el pasillo y dejó a
Agatha sin vista durante unos momentos. Cuando sus ojos se acostumbraron al
fulgor del nuevo amanecer, descubrió el jardín, donde los árboles rosquilleros
ya empezaban a florecer como cada primavera. Pronto darían unas rosquillas
magníficas.
Agatha aspiró el aire límpido de la mañana
y, sin darse tiempo a sí misma para pensar en lo que hacía, penetró en el
jardín rumbo a la Torre
de los Alquimistas, donde se encontraba la cocina y, en lo más alto, el
despacho del profesor Mooplethingle. La sopa de anchoas estaría ya lista para
él. Tan sólo era preciso armarse de valor para subir hasta el despacho. Y aquel
día, Agatha era la encargada.
Evangeline Trinity Clatterbuck
quería asesinar a la señora Butterworth, y eso no era ninguna novedad. Por
miles se contaban las veces en las que había fantaseado con envenenarla,
acuchillarla, chamuscarla y descuartizarla, no necesariamente en ese orden.
Pero las fantasías estaban tocando a su fin. Pronto la odiosa solterona, oronda
como una peonza y de voz rasposa como la de una urraca, dejaría de fustigarla
con sus impertinencias.
Evangeline terminó de ajustarse el
favorecedor polisón de su vestido granate, cogió el manguito de armiño blanco y
descendió sigilosamente por las escaleras hasta llegar al vestíbulo. Una vez
allí, bajó la intensidad de la lamparita de gas y salió de la casa, el número
13 de Blair Street. Allí en Edimburgo el tiempo estaba harto desapacible, y
desde el encapotado cielo se escapaban gotas de lluvia como puñales de hielo.
Comenzó a caminar por el
resbaladizo empedrado de la calle, en dirección a Cowgate, donde el mugriento
pub de Bannerman´s bullía como un hormiguero de la mañana a la noche. Sin duda
alguno de los borrachos que solía frecuentar el lugar se fijaría en su
exuberante cabello del color del fuego y en su talle estrecho y torneado, pero
nada de eso importaba. Tras unos minutos de silenciosa caminata calle abajo,
llegó ante la fachada, cogió el pegajoso picaporte de la puerta y tiró hacia
atrás, entrando poco después. El lugar estaba abarrotado de escandalosos
parroquianos, y en el aire flotaba una traviesa humareda amarillenta, hedionda,
curiosamente grasienta. Sus grandes ojos verdes pasearon por cada rostro, a
cuál más abotargado, en busca de uno conocido. Al fin, tras un buen rato de
observación, dio con él, un rostro afilado y moreno de mirada torva,
perteneciente a un hombre apuesto de alto bombín color índigo a juego con su
traje. La pinta de cerveza negra que reposaba ante él, sobre la maltratada
barra, parecía a medio terminar. Jacob Henry Coleridge, lord Coleridge de
Cornualles, Jack para los amigos, la esperaba desde hacía un buen rato. Cuando
la vio aparecer a su lado no pudo por menos que levantarse de su renqueante
taburete y hacer una pequeña y respetuosa reverencia.
—Señorita Clatterbuck, está usted
radiante —piropeó. Evangeline le sonrió cortésmente, halagada. Escogió otro
taburete en el que tomar asiento y con una simple frase le pidió al obeso
cantinero una jarra de zarzaparrilla.
—Es usted muy amable —dijo, con el
tono de voz un tanto musical—. ¿Ha traído lo que le pedí?
—¡Oh, por supuesto que sí! —dijo
lord Coleridge, empezando a rebuscar entre los bolsillos de su chaleco de
terciopelo negro—. He traído lo que quería, un compuesto venenoso a base de
alcaloides de beleño, estramonio y adormidera.
Sacó entonces del bolsillo un
frasquito diminuto de vidrio azul, satinado. Evangeline lo miró un instante con
los ojos fulgurantes por la emoción.
—Magnífico —opinó, extasiada.
—Con un par de gotas de esto
podría matar a un oso —opinó lord Coleridge, poniendo en las tiernas manos de la
joven el frasco.
—Únicamente pretendo matar a una
mujer.
—¿Ha pensado en el Yard? ¿No es el
típico asunto en el que meten las narices?
—Puede que sí, pero para cuando lo
hagan, yo ya estaré rumbo a Bristol.
—¿A Bristol, señorita? ¿Es que
desea abandonar Edimburgo?
—Cuando la señora Butterworth
aparezca asesinada y el Yard investigue las causas de su muerte, lo primero que
hará será sospechar del servicio. Y yo soy su dama de compañía. ¿Cuánto tiempo
cree que tardará en acusarme del envenenamiento?
—No tardará, eso es cierto. —Dejó
escapar un suspiro ahogado—. Bien, entonces, ¿dice que partirá a Bristol?
—Sí, Coleridge —confirmó
Evangeline, guardando el bote en el interior de su manguito—. The Mechanic Dove
estará lista para partir esta misma noche.
Coleridge se quedó callado durante
unos segundos, tan inmerso en arcanas cavilaciones que incluso Evangeline se
apercibió de su repentino ensimismamiento.
—Permítame ir con usted, quedarme
allí al menos hasta que el Yard deje de seguirle la pista —terminó por decir,
con una determinación casi irracional. El tono con el que dijo aquellas
palabras denotó anhelo, casi súplica.
—¿Usted querría? ¿Y qué hay de su
magistratura? ¿Qué hay de su hacienda en Danderhall? No puede abandonarlo todo
así como así.
—¿Y por qué no? Será
temporalmente. Sabe demasiado bien que haría cualquier cosa por verla feliz a
usted, señorita. Vamos, ¿qué me dice? ¿Acaso soy tan mala compañía?
—No, lord Coleridge —negó
Evangeline, volviendo a ruborizarse como una chiquilla—. Está bien, haga cuanto
guste. Yo no le frenaré.
—¡Perfecto! Estaré esperándola
donde me diga.
—La señora Butterworth suele
tomarse una copita de coñac pasadas las diez de la noche —explicó Evangeline—.
Es el mejor momento. Espéreme en la dársena 12 del aeródromo de South Broughton
a medianoche. Allí estará The Mechanic Dove.
—Así lo haré, señorita
Clatterbuck.
Evangeline alzó la jarra de
zarzaparrilla y brindó con lord Coleridge. En efecto, las fantasías parecían ir
a convertirse muy pronto en realidad.
Hacía mucho tiempo que no actualizaba el blog. Los días nacen y mueren rápidos, y cuando una clava la mirada en el pasado reciente, se apercibe más que nunca del inexorable paso del tiempo. A veces la poesía invade poderosamente los sueños. En mitad de la noche, los ojos de la mente revelan versos arcanos que nadie ha escrito jamás. Y es al amanecer cuando el cálamo, amante celoso, deja constancia de su silencioso brío en el marfil de un papel mísero. Que os guste.
SE POSARÁ LÁNGUIDO EL ANOCHECER Se posará lánguido el anochecer sobre el recuerdo de algo sin nombre, sobre los besos no dados de un hombre que, aun distante, buscaba mujer. Llamará el tiempo al olvido cuando sane el corazón dolido, cuando la vida siga un camino que, aun extraño, no sea baldío. Tornará la pena en alegría cuando mi alma la tuya no ansíe, cuando pasen las épocas frías que, aun hermosas, todo rendían. Morirá en silencio el amor hundido como muere el coraje sin un ideal, como muere el espíritu perdido que, aun vivo, acaba en soledad. Aquellos días cargados nacerán de ilusiones, risas y melodías, y el alma estará en armonía con otra que en vida me buscará. Se posará lánguido el anochecer sobre las caricias que no fueron dadas, sobre las palabras envenenadas que, aun no dichas, tornaron en querer. (c) Irene Sanz Lo dicho, la poesía irrumpe a veces en los sueños con más fuerza que cualquier otra cosa. Y duro se debe tener el corazón para no escribir las palabras que de la mente brotan.
***
"Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor." San Agustín
-¡Por las pulgas del Cancerbero! -exclamó el anciano mago cuando, por fin, la fuerte explosión destrozó gran parte de su equipo de alquimia avanzada y quemó los lomos de todos los libros de los que disponía en su angosto laboratorio. La tambaleante torre de gastados sillares grisáceos pareció amenazar con hundirse de un momento a otro. En realidad la magia de Meruhem era lo único que aún lograba mantenerla en pie. Por el chirriante suelo de tarima quedaron diseminados miles de diminutos cristalillos procedentes de las redomas rotas y de los frascos reventados. El humo azulino resultante del estallido comenzó a salir en algarazos por las cuatro ventanas de la cúspide del torreón. -¡Señor Tingwell! ¿Se encuentra bien? -preguntó una preocupada voz al otro lado de la puerta del laboratorio. Era Deliverance. La pequeña y pelirroja Rhagonycha Deliverance, ayudante del hechicero desde que tenía uso de razón, lo cual no era demasiado teniendo en cuenta que tan solo contaba diez tiernas primaveras. El barbudo y cadavérico Meruhem se sacudió el manto índigo para quitarse el polvo de encima y corrió aparatosamente entre los desperfectos para poder abrir a la muchachita. Giró el broncíneo picaporte y pegó un tirón. Deliverance contuvo un grito de pura sorpresa al ver el lamentable estado en el que su mentor se hallaba. La delgada cara tiznada de ceniza blancuzca, las ropas desmejoradas y quemadas, la barba medio calcinada, y como contraste los ojos chispeantes, eufóricos en su intenso color esmeralda. -Me encuentro perfectamente, mi querida Deliverance. -¡Ha hecho usted añicos el laboratorio entero! -se lamentó la niña, mirando aprensivamente la alfombra de cristales rotos que cubría el suelo. -¡Sí! -afirmó Meruhem en un tono más agudo que de costumbre-. ¡A cambio he hecho un descubrimiento sorprendente! -¿De qué se trata? -¡Mi maestro, Evestrum Linneo, tenía razón! ¡Ven! ¡Pasa! Hizo entrar a la intrigada niña hasta el caótico interior de la sala, esquivando muebles destrozados y restos indefinidos de objetos que habían quedado reducidos a basura. -¡Linneo fue un genio! Halló un potente explosivo a base de palpos maxilares pulverizados de sexpunctatum, veneno de víbora de cuerno, leche de eléboro y unas gotas de idroagira. -¿Está seguro? -¡Segurísimo! Él dejó escrito en uno de sus grimorios que el agua alcalina debía pasar previamente por un filtro hecho de óxido de silicio durante tres noches por medio de una bomba a batería. ¡Así lo hice! Tres noches sin pegar ojo, queridísima Deliverance, pero, ¡lo he logrado! La niña se acercó con timidez al escritorio ennegrecido por la explosión, y Meruhem dejó escapar una risilla eufórica. -Como bien sabes, la leche de eléboro irrita la piel y es altamente tóxica, de modo que, cuando la mezclé a partes iguales con el veneno de víbora, tuve que hacerlo con los guantes de piel de tritón que me regalaste el mes pasado -explicó el mago mientras limpiaba con su propia barba el polvo denso que cubría uno de sus libros de química-. La operación realmente peligrosa viene cuando se añaden los palpos maxilares en polvo. Se crea una pasta negruzca tan pestilente como excrementos de duende. Además es muy corrosiva y un tanto radiactiva, con un número atómico Z de 83. Sin embargo no se vuelve explosiva hasta que el agua alcalina pasada por el óxido de silicio no comprime su masa molecular y provoca la fisión del núcleo. -¿Ha provocado una fisión nuclear con veneno de serpiente y antenas de insecto? -preguntó Deliverance, extasiada. -¡Exacto, mi estimada pupila! -¡Es fabuloso! ¡Me alegro mucho por usted! -le felicitó la joven, con una encantadora sonrisa pintada en su carita. -¡Oh, qué gran día para la ciencia, Deliverance! ¡Qué gran día! ¡Imagina el poder que tendrá quien disponga de la fórmula de este explosivo! Al instante toda su alegría se desvaneció cuando Deliverance dejó de sonreír. La celebración desapareció de golpe. El silencio se volvió aplastante y desolado. -Es peligroso, señor Tingwell -opinó la jovencita, el semblante sombrío y los ojos tristes. -Mucho, querida Deliverance -consideró Meruhem, tan repentinamente apenado como su candorosa pupila -. Nunca nadie debe conocer esta fórmula. Nadie. Nunca. Deliverance bajó la mirada hasta clavarla en las gastadas punteras de sus zapatos. -Hay que esconderla. Meruhem asintió silenciosamente. Y es que ciertas cosas no todo el mundo debe saberlas. (c) Irene Sanz